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Mi apartamento de soltera

Actualizado: 19 mar


La última semana de agosto del 2020 firmé, con un tapabocas puesto, las escrituras de mi apartamento. Mi apartamento de soltera. Un apartamento en el edifico rosado de barandas azules, el edificio que es patrimonio arquitectónico de la ciudad, el edificio que queda en el centro de Barranquilla, el edificio en el que nunca me imaginé vivir.

El 2 de febrero de 2021, 5 meses después de firmar las escrituras, me mudé y dormí por primera vez en El Legado. Mis condiciones para mudarme fueron tener una cocina funcional, (estufa con gas, lavaplatos y nevera; no hicieron falta las puertas del mueble ni los cajones) somier y colchón y el baño listo. Sin cortinas, sin muebles, sin comedor, con paredes a medio pintar. En la sala tenía un escritorio provisional para trabajar y en el piso, el tocadiscos, los parlantes, y una cava de vinos pequeña. Esa llegó de primero, un regalo de mi mamá.

Con la adaptación del apartamento me fui enamorando del espacio y poco a poco lo fui completando hasta que se convirtió en el lugar sagrado que es hoy. Cada objeto que entraba era motivo de celebración: sartenes, ganchos de ropa, fundas de almohada, canastos organizadores, todo era ilusión.

Algunas bobadas se convertían en luchas. Una de las más grandes fueron los bombillos. Siempre los compraba mal, o muy grandes, o con muy poca luz, o de luz blanca cuando la quería amarilla, o de luz amarilla cuando la necesitaba blanca. Con el roscón equivocado o con alguna pequeña, diminuta, insignificante característica (de las mil que tiene un bombillo) equivocada. Y ni para decir que tengo la luz moderna plus ultra, tres bombillos de techo y cuatro lámparas conforman el ajuar. (Pd: si vendes lámparas, lo mínimo que espero es que venga con bombillo, gracias.)

Similar fue con los enchapes. Lo que era obvio para mí, que las baldosas en forma de ladrillo se pusieran intercaladas en forma de ladrillos, no lo fue para el todero quien puso todas las baldosas en la pared del baño en columnas perfectamente alineadas. El resultado fue un desastre y tocó enchapar el baño dos veces. A la segunda enchapada, tuve que comprar un lote más de baldosas, mínimo 8 metros cuadrado, no lo olvido, porque las que habían sobrado no fueron suficientes. Gracias a esto, el mismo enchape del baño terminó en la cocina y debajo del closet aún guardo las baldosas que sobraron de la segunda compra.

Antes de mudarme se me inundó la sala y se manchó el piso por dejar las ventanas abiertas, tocó brillar, pulir, y hacerle mantenimiento al piso por días con lo que me volví una experta en mantenimiento y recuperación de pisos de terrazo. ¿Y la vez de la paloma? Cuando creí que había una paloma atrapada en el closet porque de noche algo sonaba, hice entrar a un vecino para que me dijera que el sonido era por el aire acondicionado del cuarto y no por la paloma asesina que yo me estaba imaginando.

Con los televisores también tuve mi descache. Inicialmente tuve dos, uno en la sala y otro en el cuarto. Luego decidí que dos era mucho y me quedé solo con el de la sala. Pasó un rato y decidí que no quería ninguno. Lo quité y luego, a los cuantos meses, lo volví a poner. Hasta hoy sigue ahí.

Fue este también el caso de la cama. Mandé a hacer un espaldar en madera que iba a atornillado a la pared y eso fue un gravísimo error. La cama estuvo en más de siete lugares en siete oportunidades distintas. El cuarto tiene cuatro paredes y aun así encontré la forma de tener siete posiciones distintas para la cama. El espaldar enfrente de la puerta, el espaldar al lado de la puerta del baño, el espaldar debajo de la ventana, el espaldar en contra de la ventana. A la cuarta vez, llamé a otro todero porque ya me daba pena llamar al mismo para lo mismo. Cuatro de siete veces cambié el espaldar lo que implicó taladro, pintura y resina. Las otras veces, el colchón sobre el somier estaba de un lado y el espaldar, muy bien gracias, de decoración flotando atornillado en otro.

Aprendí la lección: no taladrar innecesariamente la pared. Es decir, no hacer que algo sea fijo cuando, naturalmente, no lo es (como un espaldar de cama). Soy de cambios y voy a querer cambiar las cosas y si “no se pueden cambiar” voy a encontrar la manera, lo que muy seguramente va a implicar tiempo, desgaste y en este caso, botar la plata. Lo mejor, o peor de todo, el espaldar terminó en su lugar inicial.

Comprar un apartamento es hacerte grande. Opinar dónde y cómo quieres las cosas. Y además de opinar, decidir. Esto se sentía grandes ligas. Me paraba todas las noches en el marco de la puerta de mi cuarto que daba hacía la sala y me preguntaba, bueno, ¿y ahora qué? Movía los muebles a las ocho de la mañana, a las cinco de la tarde o a las dos, a las tres de la mañana, a la hora que hiciera falta. Reacomodaba adornos, libros, cojines, una y otra vez.  Y fue en el momento en el que colgué el primer cuadro, compré las primeras flores y tuve mi primera planta que lo sentí como un hogar.

Un popurrí en el mejor sentido de la palabra. La cocina de color amarillo, el mueble del baño rosado con una piedra gris, un tapete gigante Oaxaqueño que hace de cuadro en la sala, tazas de cerámica traídas de Guatemala, una lámpara verde con amarillo en forma de hongo, un tocadiscos con una colección invaluable de música desde Janis Joplin hasta Kinito Méndez entre miles de millones de objetos, objeticos, objetillos de colección. Cada mueble de una forma y un color. Libros, libros y más libros. Y así mi casita soñada.

Digo casita porque cuando se habla de muñecas todo es en diminutivo y así se siente mi casa. Un lugar para jugar y crear. Un santuario. Un espacio muy correspondido. Muy mío. Uno de esos grandes pasos valientes, atrevidos y libres, que he dado. Una muerte. En su estado más puro y simbólico. Soltar todo lo demás para darle espacio a esto nuevo.

Irme a vivir sola, además a una zona poco común, un lugar para nada esperado, en donde yo encontré una Barranquilla y una forma de vivir distinta. No era la primera vez que yo me mudaba y era responsable de facturas, ni del manejo de la casa, viví siete años en Bogotá y era responsable de cosas similares, pero lo que sí fue, fue una decisión distinta.


Distinto: que no es lo mismo. Que tiene realidad o existencia distinta de aquello otro.

La decisión diferente ante lo que se esperaba, lo que debía ser, lo común, lo automático, lo no cuestionable, lo costumbrista, lo conveniente, lo recomendado y de todas las posibilidades tomar ESA decisión. Darle voz, poder, impulso al deseo, con toda la fuerza que implica esa palabra, y vivirlo. Vivirlo y por ende hacer que sea. Que sea esa mi experiencia, mi vida, mi realidad. Y antes de que fuera, no era, pero sin duda, podía ser. Pero eso dependía de mí. Y fue. Porque hice que fuera.

Fueron tres años en los que estuve ahí, en donde escuchaba música a todo volumen y bailaba sola, hacía rituales con palo santo, fuego y sahumerio, en donde me quedaba trasnochada escribiendo en un escritorio de piedra roja, que también moví varias veces. Donde hacerme café y poner un vinilo o abrir la ventana y escuchar los pájaros o quedarme en silencio mirando las paredes y los cuadros y mis fotos y mis adornos y mis libros, era todo el placer del mundo. Donde recibí amigos, familia, desconocidos a los que recibía siempre con picadas y alegría. Y el lugar al que llegó mi perra blanca, Leonora.  

Fue mi apartamento de soltera. Esa etapa en la mitad de la vida, en la mitad de la nada, donde decides dar un paso más porque sí, porque quieres tu espacio, porque quieres algo distinto, porque quieres lo tuyo, porque te sientes lista para darlo sin estarlo. Y pasa el tiempo y esa decisión de mudarme, y tener mi apartamento sola, se hace real, sin saber a dónde me llevaría, inmersa en la incertidumbre que transitaba la vida (estábamos en plena pandemia, agosto 2020) pero también impulsada por la adrenalina que solo te da el no saber y el inevitable momentum del ahora o nunca.

Y fue ahora o nunca. Y ahora, cuatro años después, tengo novio, me mudé a España a hacer un máster en escritura y se cerró ese capítulo de mi vida. “Ese apartamento siempre va a ser tuyo”, “puedes volver cuando quieras” y hasta un “lo van a disfrutar tus hijos” recibí. Y si que es verdad que es mío y seguirá siendo. Pero no se trata de eso. Se trata de la despedida. De la nostalgia.  Del desapego. Del cambio.

Se trata de saber que estoy creciendo y que crecer implica cambio. Implica muerte. Se trata de ese darte cuenta de que el tiempo está pasando (obvio, ¿no?), que los puentes se ven cruzando (obvio, ¿no?), que las etapas se van quemando (obvio, ¿no?). Se trata de reconocer que la vida son recuerdos y hoy ese recuerdo me saca sonrisas, orgullo, vanidad y nostalgia.


Y por eso escribo. Y escribo de esto. Y escribo de mi apartamento de soltera. Y lo llamo mi apartamento de soltera. Para conmemorar esa etapa, ese tiempo, ese momento, esa mujer de hace 4 años que hizo esa compra y tomó esa decisión sin saber lo que le esperaba. Esa mujer que apostó y ganó. Ganó historias, ganó vida, ganó recuerdos. Y escribir sobre esto es anclarlo en el tiempo.

 
 
 

1 comentário


Angélica Baquero
Angélica Baquero
01 de abr. de 2024

Yo nunca tuve un apartamento de soltera. Viví en la casa materna (que en mi caso era la casa de mi abuela Aurora) hasta el día en el que salí vestida de novia para casarme con Ricardo. Me encantó tu historia, todos los recuerdos y los sentimientos de llegar ahí, estar y dejarlo atrás. Bienvenidos los cambios y la vida. Aquí y allá. Abrazos Isa!!!

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